EL HOMBRE EN BUSCA DE SENTIDO: HUÍDA HACIA EL INTERIOR

Posted on 29 septiembre, 2015

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7_4_Bild2_Haeftlinge_bei_der_Rueckkehr_ins_KZ_FSB-Archiv_MoskauEl momento más terrible de las 24 horas de la vida de un campo de concentración era el despertar, cuando, todavía de noche, los tres agudos pitidos de un silbato nos arrancaban sin piedad de nuestro dormir exhausto y de las añoranzas de nuestros sueños. Empezábamos entonces a luchar con nuestros zapatos mojados en los que a duras penas podíamos meter los pies, llagados e hinchados por el edema. Y entonces venían los lamentos y quejidos de costumbre por los pequeños fastidios, tales como enganchar los alambres que reemplazaban a los cordones. Una mañana vi a un prisionero, al que tenía por valiente y digno, llorar como un crío porque tenía que ir por los caminos nevados con los pies desnudos, al haberse encogido sus zapatos demasiado como para poderlos llevar. En aquellos fatales minutos yo gozaba de un mínimo de alivio; me sacaba del bolsillo un trozo de pan que había guardado la noche anterior y lo masticaba absorto en un puro deleite.

(…)

A pesar del primitivismo físico y mental imperantes a la fuerza, en la vida del campo de concentración aún era posible desarrollar una profunda vida espiritual. No cabe duda que las personas sensibles acostumbradas a una vida intelectual rica sufrieron muchísimo (su constitución era a menudo endeble), pero el daño causado a su ser íntimo fue menor: eran capaces de aislarse del terrible entorno retrotrayéndose a una vida de riqueza interior y libertad espiritual. Sólo de esta forma puede uno explicarse la paradoja aparente de que algunos prisioneros, a menudo los menos fornidos, parecían soportar mejor la vida del campo que los de naturaleza más robusta. Para aclarar este punto, me veo obligado a recurrir de nuevo a la experiencia personal. Voy a contar lo que sucedía aquellas mañanas en que, antes del alba, teníamos que ir andando hasta el lugar de trabajo.

Oíamos gritar las órdenes:

“¡Atención, destacamento adelante! ¡Izquierda 2, 3, 4! ¡Izquierda 2, 3, 4! ¡El primer hombre, media vuelta a la izquierda, izquierda, izquierda, izquierda! ¡Gorras fuera!”

Todavía resuenan en mis oídos estas palabras. A la orden de: “¡Gorras fuera!” atravesábamos la verja del campo, mientras nos enfocaban con los reflectores. El que no marchaba con marcialidad recibía una patada, pero corría peor suerte quien, para protegerse del frío, se calaba la gorra hasta las orejas antes de que le dieran permiso.

En la oscuridad tropezábamos con las piedras y nos metíamos en los charcos al recorrer el único camino que partía del campo. Los guardias que nos acompañaban no dejaban de gritarnos y azuzarnos con las culatas de sus rifles. Los que tenían los pies llenos de llagas se apoyaban en el brazo de su vecino. Apenas mediaban palabras; el viento helado no propiciaba la conversación. Con la boca protegida por el cuello de la chaqueta, el hombre que marchaba a mi lado me susurró de repente: “¡Si nos vieran ahora nuestras esposas! Espero que ellas estén mejor en sus campos e ignoren lo que nosotros estamos pasando”. Sus palabras evocaron en mí el recuerdo de mi esposa.

(VIKTOR FRANKL: El hombre en busca de sentido, Herder, Barcelona, 1991, pags. 40-45)